Casa en el Mercado
El proyecto surge de una situación de urgencia: una orden de ejecución municipal obliga a los nuevos propietarios de esta casa, de finales del siglo XIX, a intervenir en ella con inmediatez para reparar las patologías detectadas por la inspección técnica efectuada algunos años antes.
La premura impuesta y la inversión medida condicionan el modo de intervención; deciden comenzar ellos mismos la obra, demuelen y desmontan sin proyecto previo para ir conociendo paulatinamente lo que la casa pudiera ocultar. Retiran los falsos techos, particiones y revestimientos que velaban muros y forjados desde que en los años ochenta hubo un intento de convertir la vivienda en una especie de apartamento, tentativa imposible de domesticar la ambigüedad de esta morada centenaria de carniceros del mercado que penetra sinuosa e imprecisa en la manzana.
En ese proceso en el que avanzan a ciegas, donde borrar es más necesario que dibujar y donde el proyecto se hace y deshace sucesivamente, van descubriendo poco a poco una casa latente que permanecía oculta, velada bajo el disfraz de tabiques, morteros y escayolas. Forjados de madera y muros marcados por huecos cegados con el tiempo relatan una construcción hecha a trazos a partir de una negociación continua con sus vecinos que habría de provocar el cambio continuo de su perfil a lo largo de los años. Sobre la marcha deciden retirar los forjados y vigas en peor estado, soldar dinteles y recuperar huecos que existieron en otro momento, cediendo superficie a cambio de ganar volumen, también optan por conservar aquellos elementos revelados que narran la historia de aquel lugar asumiendo que el tiempo también construye. Casi sin que ellos mismos se den cuenta, la casa va pareciéndose a lo que en principio debió ser: un lugar donde construcción y vacío se alternan en similar proporción. Continúan desvelando pacientemente, se diría que como minuciosos arqueólogos más que como constructores, y el mal estado de los muros y dinteles de la planta a nivel de calle, donde existía un bar de mercado abandonado, obliga a intervenir en él; deciden entonces hacer muy poco, apenas recuperar el vacío de esa planta adintelando muros que dejen pasar el aire, una continuación del espacio de la calle que se mete dentro de la casa, como un pasaje, un zaguán o un adarve, como los vacíos que desdibujan el espacio común en la trama abigarrada y al tiempo porosa del centro de Sevilla. Ese lugar se convierte en el jardín de la casa, con la peculiaridad de que está debajo de ésta, un sitio de pasos y encuentros como lo es la propia plaza tumultuosa del mercado de la calle Feria, es un espacio sin programa en el que pueden suceder todos los usos: el hijo de la pareja tarda 37 segundos en recorrerla de un extremo a otro en su triciclo.
En algún momento de los dos años largos durante los cuales han ido revelando la casa oculta se unen a ellos Alejandro y Juan, dos albañiles amigos, y hay cambios, las prioridades cambian, se aceleran decisiones y se aplazan otras, hay cosas que sospechan que ya quedarán así. Pasa el tiempo, ya son tres, su hijo y la casa crecen a la par. El proyecto sin proyecto resulta ser como un texto continuado a partir de otro ya existente, donde ha habido que borrar párrafos que resultaban ilegibles por el paso del tiempo y donde se leyó pacientemente lo ya escrito para que nuevos renglones convivan con los anteriores continuando la historia ya comenzada tiempo atrás. El texto sigue abierto, aún quedan capítulos por escribir.