Casa entre Medianeras
Intercambios y apropiaciones temporales en un centro histórico con participación ciudadana
Las partes podrán establecer los acuerdos que estimen oportuno, siempre que no sean contrarios a la ley, a la moral o a las buenas costumbres (artículo 1255 del Código Civil, 1889)
Participar: tener uno parte en una cosa o tocarle algo de ella.
Hay intervenciones arquitectónicas que hacen la guerra por cuenta propia, desentendidas de lo que sucede alrededor deciden el futuro encerradas en los límites físicos de su territorio y dedican el tiempo a imaginar espacios, interpretar tipologías, componer fachadas o adecuar -de la manera más rentable-, un programa de necesidades al espacio disponible. Podríamos decir que viven sumergidas y en clausura, aisladas y con oídos sordos, confiando el éxito al objeto diseñado desde la labor disciplinar.
Otras -las menos-, deciden el futuro a partir de conjuras y relaciones con sus inmediatos, andan preocupadas por lo que sus vecinos puedan ofrecerle y añaden intereses ajenos a problemas propios, como si de la suma de acontecimientos pudiera derivarse un modo de vida que contentase a todos y cada uno de los habitantes, y en el que la arquitectura es la herramienta de la que se sirven para dar forma a los continuos acuerdos y desavenencias. Es revelador descubrir que al agrupar cosas, al juntar casas, el interés puede estar en los encuentros y relaciones entre partes por encima de cada una de ellas. El modo en que se agolpan, se solapan o colisionan las arquitecturas en el centro histórico, permite reconocer formas diferentes de participación en el contacto, a la vez que genera nuevas expectativas a los implicados en el roce: la morada exige diálogo para expresar sus deseos y el conflicto forma parte de la solución final del proyecto. Si esta posibilidad se acepta como argumento, podríamos plantear la ocupación en un centro histórico desde otra perspectiva ajena a la disciplina arquitectónica, otorgando el protagonismo a sus moradores que reclamarían intereses [deseos] sobre las propiedades vecinas para ser incorporadas a las propias, en un proceso de amplia participación y mediante acuerdo. "Hacerse sitio", formar parte del laberíntico entramado de la ciudad antigua no es nada fácil y podríamos encontrar sentido a la idea de alojar una construcción en estas condiciones si participara de una serie de ventajas -no siempre legítimas-, de las que disfrutaría junto a otros habitantes y por efecto de las cuales se establecería entre ellos alguna solidaridad, aunque fuese circunstancial. No importa lo acordado, al tiempo el acuerdo podría alterarse por otro mejor, más provechoso, de mayor utilidad o ganancia para todos. Estar abiertos a esta dinámica supone un modo de acción transformadora que subvierte y trastorna los modelos arquitectónicos tradicionales, condiciona la arquitectura por venir y, lo que es más significativo, desdibuja los límites de la propiedad privada al invadir la ajena.
Visto de esta manera, intervenir acordando es algo así como insertarse en una colisión en cadena que se propaga bajo el efecto dominó y al que vendrían a incorporarse progresivamente otros habitantes, aceptando el juego del intercambio, el trueque, la permuta, la cesión o el préstamo. Proyectar en estas condiciones es relacionar cosas, asumir la voluntad transformadora con una inclinación, más o menos vehemente de ánimo, hacia algo que nos atrae y que desearíamos tener. ¿Quién no ha pensado en derribar el muro medianero que separa su casa de la vecina para ampliar la estancia que ha quedado pequeña; subir a la cubierta que no nos pertenece; tener en propiedad una habitación con vistas en el edificio de enfrente, o soñar con apropiarnos del hermoso patio de columnas en piedra de la casa contigua, aunque sólo fuera por unos instantes al día? Claro está que soñar la realidad de esta manera exige un conocimiento exhaustivo de la vida del vecino y sus pertenencias, adentrarse en su mundo privado, colarse entre las rendijas de la vecindad y conocer palmo a palmo el terreno en el que pisamos para “usurpar”, compartir o prestar con garantías. Es el juego del intercambio, de la permuta: transportar las cosas de allá para acá, a la vez que otras se trasladan a otro lugar. Por ejemplo, una visita inesperada y una mirada atenta sobre algunas propiedades de la casa colindante que llevarnos a la nuestra puede favorecer, por qué no, el sentido de la colectividad. Con la naturalidad que pedimos al vecino azúcar, sal o detergente, le dejamos al cuidado las plantas, o la custodia del correo en nuestra ausencia, por qué no pedirle en el mismo tono que nos ceda una parte de su salón, alguna habitación que no usa y de la que andamos necesitados (conozco casas donde se alquilan habitaciones con derecho a cocina), atravesar el patio de su casa para llegar a la nuestra, o compartir las cuerdas del tendedero…, puede ser interesante descubrir los límites de generosidad en nuestros vecinos de barrio y hasta qué punto están interesados en aceptar el trueque que le propongamos o apoderarse de algo que nos pertenezca. No estaría mal tantearlos y ponerlos a prueba.
Todo este tipo de intercambios parece que en principio pudieran entrar en conflicto con el Código Civil, encargado de velar celosamente el derecho a la propiedad privada, pero construir mediante convenio, aunque excepcional, no es antijurídico. La ley deja las puertas abiertas a las “extrañas” dislocaciones originadas por esta manera de proceder que reguladas mediante servidumbre son norma. Pensemos que este intrincado proceso de préstamo/adquisición de espacios y lugares se mueve por intereses propios, con reglas internas, factibles que no sean válidas fuera del recinto e impliquen actitudes de crecimiento particulares, difíciles de entender si no se es parte interesada. Sin embargo, lo que viene sucediendo en nuestros centros dista cada vez más del interés por la convivencia y el contacto entre colindantes. Nadie quiere rozarse con el vecino y las distancias empiezan a ser alarmantes en la mayoría de las ocasiones. Resulta especialmente peligroso el aislamiento al que conduce habitualmente la arquitectura de la sustitución por la pérdida de contacto con el prójimo [medianera], la independencia estructural-espacial que origina en la casa y la aparición de juntas de dilatación entre construcciones, una novedosa solución constructiva en el casco histórico que disloca los roces y produce desapego entre semejantes. La construcción acordada, por el contrario, evita el aislamiento y propicia el sentido de colectividad, aunque sea por interés propio, favorece el crecimiento espontáneo y genera comportamientos que recuerdan los de la tradición, como solapes, galabernos, acoples en vertical y en horizontal, cuerpos volados hacia el interior, servidumbres, suelos y techos medianeros, construcciones sobre terrenos ajenos, accesiones directas e invertidas de propiedad… que precisan de seria consulta a la reglamentación jurídica y sesiones de trabajo con un experto abogado. El juego está servido. Ahora que todo el mundo quiere tener la propiedad a buen recaudo podría ser estimulante construir sin estas obsesiones, con libertad de movimientos: hacia arriba y hacia abajo, a la derecha e izquierda; saltar, encaramarse o desplazarse en diagonal, en zigzag, atravesando patios y conectando calles. Cualquier movimiento es posible con tal de que exista el acuerdo. Si manipulamos con esta intención el cuerpo del centro histórico, el proyecto de arquitectura será necesario para recomponer una situación inestable producida después de cada negociación.
Construir desde esta perspectiva supone una dislocación de la franja que separa lo público de lo privado, una ambigüedad que produce inevitablemente servidumbres, una incomodidad que se acepta como penitencia de una colonización "desordenada" y fuera de toda regla, pero que también, es sinónimo de generosidad y de interés hacia algo que vive olvidado o escondido. Siempre hay algún desecho que en el acuerdo recobra un nuevo sentido, se actualiza y es rentabilizado con mayor provecho por otros. Acordar y desacordar, especular sobre el patrimonio con esta sana intención, produce imágenes enlazadas que transfiguran la realidad y dejan cicatrices del estado anterior, una manera singular de relatar su accidentada y apasionante vida.